Hay sin duda en estos hechos una lógica de autoritarismo sanguinario y cruel que no busca sino atemorizar, aterrorizar.
Esto es: se pretende inmovilizar, que ciertos periodistas no transiten más por la ruta de la denuncia documentada, sustentada, incuestionable.
Si de lo que se trata es, al final de cuentas, de silenciar la denuncia, de acallar la verdad, es solamente porque en el fondo hay mucho de por medio.
Son bien conocidos, por ejemplo, los rubros más rentables no sólo en México, sino en todo el mundo:
Trata de personas, esclavitud incluida; pornografía con menores de edad; venta de drogas; cultivo y trasiego de las mismas, todo a nivel industrial; compra venta de armas, aún las de “uso exclusivo” de las fuerzas armadas.
Y más recientemente, el huachicoleo o robo de gasolina y piratería de todo: de alimentos, medicinas, imágenes religiosas, ropa deportiva, así como de la denominada “de marca”.
Actividades todas cuyo denominador común no es otro que el de lo ilícito, un amplísimo campo de “oportunidades”, cuya explotación sólo requería de dos socios:
La organización delincuencial abierta, arbitraria, atrabiliaria, cínica, despiadada y cruel.
Y su contraparte, los corruptos de todo nivel en la estructura gubernamental.
De todo eso venían dando cuenta periodistas como Javier Valdez Cárdenas, Miroslava Breach, Regina Martínez Pérez; Gregorio Jiménez de la Cruz; Rubén Espinosa y María del Rosario Fuentes, entre algunos de los más de 30 periodistas asesinados solamente en lo que va del actual sexenio.
Llama la atención que la abrumadora mayoría de estos casos hayan sucedido en el interior del país, casi una tercera parte en el Veracruz del ahora procesado ex gobernador Javier Duarte.
Igualmente relevante es que tras los hechos –sucedidos como en un escenario preparado ex profeso-, no haya detenidos; que los resultados no sean contundentes; que, en el mejor de los casos, sean meramente superficiales, harto cuestionables.
O que, de plano, ni investigación haya.
Es muy probable que, ante todos estos indicios, el periodismo de denuncia y de investigación, se encuentre bajo asedio y en riesgo de exterminio, casi como una especie en peligro de extinción.
No se sabe el motivo, pero no es difícil sospecharlo, que si de todo esto nada se esclarece, no hay culpables y sigue ocurriendo, es porque se conspira desde las más altas posiciones para que así sea.
Es decir, lo hacen quienes tienen el poder suficiente para pasar por encima de la ley y negar todo: cuanta acusación, aún documentada, se les formule; manipularlas, ignorarlas; amedrentar y aún mantener el asedio.
Y si el Estado incumple con la obligación que le da sentido y justificación a su existencia –y que no es otra sino la de garantizar la seguridad a sus ciudadanos-, ¿qué nos queda a los periodistas?
¿Defendernos solos; nomás con la fuerza de nuestras convicciones; con el poder de la palabra; aprender a escabullirnos, pero con la certeza de que más temprano o más tarde nuestro fin habrá de alcanzarnos con todo y nuestras familias?
¿Sería una exageración decir que estamos al principio de un Estado totalitario, intolerante, encabezado no sólo por obtusos tipo Hitler, sino también por delincuentes y sicarios?
Los discursos no despejan la sospecha.
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