David Martín del Campo
La heráldica señala que hubo un Lope primigenio, allá en los albores del idioma. Igual que un Gonzalo procreó a los González, un Hernán a los Hernández. Estos cuatro López descienden de aquel tatarabuelo campeando por algún andurrial. López de Santana, López Mateos, López Portillo y López Obrador.
Así como Los tres García inmortalizados por Ismael Rodríguez en el cine, estos López hicieron igualmente de las suyas, una vez aposentados de la silla presidencial. Al igual que aquellos tres (Pedro Infante, Abel Salazar, Víctor Mendoza), estos cuatro pendencieros trajeron, a ratos, de cabeza a nuestra querida patria. Pero vayamos por orden alfabético:
Adolfo López Mateos es famoso por su legado inmaterial. Dueño de una elocuencia seductora, Adolfo cargó, como otros, sus propios complejos. Su infancia fue una enmarañada orfandad. Se cuenta que cuando niño no cargaba el libro requerido –no abundaba el dinero en casa– así que debía compartirlo con su compañero de banca. De ahí que muchos años después se encargaría de inventar el Libro de Texto Gratuito, “para que ningún niño carezca de libros en México”, de la mano de Martín Luis Guzmán.
Apabullada por su herencia “revolucionaria”, la nación padecía de una sombra pendenciera que era necesario desterrar. Así que don Adolfo viajó en muchas giras para entrevistarse con líderes de todo el mundo (Nehru, en India; la reina Juliana, en Holanda)… sus detractores lo llamaban “López Paseos”. Nacionalizó la Mexican Light and Power, y creó los museos de Arte Moderno y de Antropología.
Rubén Vázquez Pérez
Es muy desalentador comprobar que nada cambió en la actitud de los mexicanos que hace seis años fueron derrotados en las urnas. Y que pasado un sexenio y luego de sufrir una avasalladora derrota más, siguen igual: sin argumentos, sin liderazgos, sin propuesta.
Y es muy desalentador porque son millones -si bien bastante menos que quienes los derrotaron en 2018 y en 2024, pero millones al fin-, y ninguno de ellos ha aportado nada a la democracia. Menos a la reconciliación, el diálogo o el entendimiento.
David Martín del Campo
La lírica mexicana está plena de traiciones... tú que me juraste, ingrata pérfida, en la boca llevarás. Una pizca de masoquismo es la que persiste en eso de disfrutar el abandono. La hora de la traición es cuando se deja de creer en algo (una amistad, una relación amorosa, una ideología) y “se cambia de bando”. Ah de las convicciones, el compromiso, el amor por siempre.
Recuerdo aquel sábado cuando, citados en la Plaza de la Constitución, “juramos bandera” los conscriptos de mi promoción. Era el verano de 1967. Aquellos 20 mil adolescentes uniformados en caqui respondiéndole al presidente Gustavo Díaz Ordaz, “¡sí, lo juro!”, con aquello de prometer lealtad a la bandera, aún con nuestra vida.
Lealtad, es el concepto, que tarde o temprano habrá de pasar la prueba del tiempo. Después de todo lo que está en juego es nuestra palabra, simplemente eso. Ya se les olvidó, pero un día juramos amar a Dios por sobre todas las cosas. Y no matar y no fornicar, faltaba más.
Ignoro cuál es el ritual en el Partido Acción Nacional para jurar lealtad a sus principios. ¿Se coloca la mano en el pecho, se levanta la diestra? ¿Así habrá cumplido Miguel Ángel Yunes el requisito? ¿Besó la bandera, la Constitución, el acta fundacional de don don Manuel Gómez Morín en 1939?
David Martín del Campo
El dilema termina por hacerse presente. El príncipe Hamlet, o el general Cárdenas, asomando a media noche desde la ventana del palacio y haciéndose la misma pregunta.
A todos nos ha ocurrido. “¿Yo soy yo, o la imagen de mi imperioso mentor?”. Difícil circunstancia, en esa hora, sosteniendo la calavera del bufón Yorick o la banda presidencial recién planchada.
Algo similar le ocurría a la generación de artistas que, en los años sesenta, se enfrentaron con los monstruos de la plástica apoderados de los muros y las galerías. Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros, el manco José Clemente Orozco, y sin hacer tanto alarde, Rufino Tamayo. Sus cuadros mostraban escenas de la Revolución con mayúsculas, el aplacado país que fue durante el porfiriato, la anhelada redención que representaba el movimiento popular empuñando las armas.
Esos artistas locuaces no querían pintar más escenas campiranas ni milicianos enardecidos. Ellos… José Luis Cuevas, Juan Soriano, Beatriz Zamora, Arnaldo Coen, Manuel Felguérez y, ¿por qué no?, el mismo Vicente Rojo. Todos ellos anhelaban incorporarse a las nuevas corrientes en boga, el arte moderno, traspasar “el muro del nopal” que solo tenía ojos para la pintura realista de pueblo y ranchería. El movimiento de esos jóvenes se dio en llamar “la Ruptura”, y su punto culminante fue el famoso “mural efímero” que José Luis Cuevas pintó en la esquina de Génova y Londres, la bohemia Zona Rosa de entonces.
Ruptura (o no), que es el tema en boga. A ese dilema los psicólogos le llaman “formación reactiva”, que no es más que la afirmación del yo ante el andamiaje de lo prefigurado, por ejemplo la figura del padre protector; rebelarnos ante “su imagen y semejanza”.
Siempre llega el momento de la disyuntiva: ruptura o sumisión. En términos políticos, ya lo sugeríamos, ha ocurrido innumerables veces. La ruptura de Trostki con Stalin fue tremenda, la revolución bolchevique hubiera sido imposible sin el genio militar de Lev Davídovich Bronstein (su verdadero nombre), y la tirria del autócrata llegó hasta Coyoacán, donde Ramón Mercader lo asesinó en 1940 con el golpe de un piolet.