Y en este punto, cabe preguntar: ¿cómo habría de sentirse el ciudadano común ante anuncios y decisiones de tan poca claridad y congruencia como la inclusión de ciertos personajes en la administración gubernamental y el Congreso de la Unión?
¿Cómo, respecto al silencio sobre la persecución –con la ley en la mano- de los ilícitos perpetrados en la administración que termina; el nuevo aeropuerto capitalino y el esclarecimiento de atrocidades como las de Ayotzinapa, San Fernando, o la Guardería ABC, por citar sólo algunas?
Y como si obstáculos le faltaran, el gobierno por venir decide atarse una mano, la de la comunicación social, precisamente la que le permitiría explicar con alguna profusión temas tan controvertidos como los mencionados. O por lo menos, controlar el estallido de tanta confusión.
Igual de preocupante que resulta saber cómo hará el nuevo gobierno para resolver esos problemas, inquieta conocer cómo será su relación con los medios de comunicación, sobre todo por lo se refiere a los monopolios y a figuras conocidas por su estrecha cercanía con el régimen en retirada.
Lo único que el Presidente electo ha dicho sobre la comunicación social es que el generoso presupuesto destinado a esa actividad será drásticamente reducido a la mitad y que, como consecuencia, desaparecerán las aún poderosas oficinas de prensa. Sólo eso.
En el aire queda un pronunciamiento claro sobre el rompimiento con los monopolios de medios electrónicos e impresos y los conocidos periodistas afines al prianismo y, desde luego, con la práctica que permitió enriquecimientos y concentración de concesiones del espectro radioeléctrico.
Es de suponerse –una especulación más- que, en congruencia con el discurso de campaña, no habrá más la discrecionalidad en el manejo presupuestario que ha permitido el enriquecimiento de empresas periodísticas, sus dueños y algunos de sus colaboradores.
Pero aún y cuándo el anunciado redimensionamiento de la comunicación gubernamental hace pensar en el fin de servilismo y abyección periodísticas, nada se ha dicho de ese rompimiento con los poderosos consorcios, pero tampoco cómo se tratará a las pequeñas empresas periodísticas.
Es decir: puede que el pastel presupuestario para los medios sea significativamente menor que en el sexenio que está por terminar. Pero nada garantiza que, aún así, la mayor proporción –la tajadita del león- sea de nuevo para cadenas televisoras, radiofónicas y de medios impresos.
En el fondo lo que subyace es saber cuál es el concepto que el gobierno de Andrés Manuel López Obrador tiene de la comunicación social: es claro, pero insuficiente, que al anunciar el recorte presupuestario, trate de poner fin al uso discrecional y suntuoso de esos recursos.
Y es insuficiente porque no ha dicho si el objetivo de la comunicación social que contempla desarrollar –disminuida y atajada- sigue siendo el mismo de administraciones precedentes: la propaganda de la obra gubernamental y el culto a la personalidad.
Parece de Perogrullo, pero una definición en ese sentido es fundamental porque el esquema de prebendas y enriquecimientos, a cambio de pulir la imagen presidencial, no está despejado y sólo podría abaratarse.
Y en ese esquema los que ganen serán los de siempre, tal vez con otros nombres y apellidos: pueda que en lugar de ganar mil millones de pesos, una televisora, por ejemplo, acepte conseguir sólo 500 millones, toda vez que el presupuesto ahora, será la mitad del de antes.
Y, así las cosas, ¿dónde quedan las empresas periodísticas pequeñas, en especial las que se han esmerado, contra viento y marea, en practicar un periodismo serio, profesional?
Es posible que nuevamente sean ignoradas para favorecer a amigos del nuevo régimen. Y en ese sentido más valdría seguir por la ruta emprendida desde hace años: la de rascarse con las propias uñas.
Camino duro y agreste, pero conocido.
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