Hoy, como cada año, es la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación la que inmovilizó a la Ciudad de México. Y la autoridad les permite todo: bloqueos no sólo en avenidas, sino también en vialidades como el Circuito Interior; alrededor del aeropuerto; en Palacio Nacional.
Intentos de asalto a la Secretaría de Gobernación y destrucción de ventanales en la Secretaría de Bienestar.
Pero también se lo permite a agrupaciones feministas; a los familiares de los desaparecidos de Ayotzinapa; a los empleados del Poder Judicial; a los electricistas desempleados.
Y a cuanta organización llegue del interior de la República a expresar su enojo, su ira, su rabia.
En medio queda una ciudadanía que dio a las candidatas de Morena -Claudia Sheinbaum Pardo y Clara Brugada Molina-, una tremenda aprobación, una ventaja abrumadora y un claro mandato que, más allá de los proyectos políticos, implica gobernar para todos, de preferencia, con la ley en la mano.
La ciudadanía -que se sepa- no ha pedido la represión de los manifestantes; nadie exige el retorno de los granaderos, mucho menos de los paramilitares de gorilatos disfrazados de gobiernos demócratas, todos, de triste memoria.
Nadie espera que los cojan a garrotazos, que los correteen o los llenen de humo o les arrojen chorros de agua a presión desde vehículos antimotines. Nadie está pidiendo eso.
Pero es claro que se juega con la paciencia de los ciudadanos, se abusa, y no parece que quede mucho de comprensión o tolerancia.
Lo que también parece claro es que nadie tiene claridad, nadie puede asegurar que entre los manifestantes no haya provocadores y alimañas peores: delincuentes con piel de demócratas, profesionales del destrozo, que también saben que gozarán de impunidad.
Igualmente claro es que el gobierno -aunque tiene a buena parte de la sociedad de su lado y la ley en la mano-, no quiere siquiera desalojar, ni capturar a los rijosos, ni a quienes impiden el libre tránsito que, por cierto, es garantía constitucional: el Estado tiene el monopolio de la violencia para usarlo a favor de la ciudadanía.
Pero nomás no quiere pagar esa factura: no quiere verse, ni que lo vean como represor.
No va a llenar las cárceles de manifestantes, pero si de rijosos; no va a cancelar libertades, nomás a poner orden. Pero al parecer aún pesa demasiado el impacto mediático y el costo electoral.
Lo grave es que no se ve lejano que la paciencia ciudadana se acabe, la violencia se desborde. Y empecemos a contar en muertos y heridos los saldos de la inacción, de esa terrible apuesta gubernamental de jugar con fuego.
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