Antes del ya prolongado confinamiento que hemos padecido hace 10 meses, ya eran frecuentes las ásperas discusiones sobre política en reuniones de amigos, celebraciones familiares; en el trabajo o en la escuela, las cuales, ciertamente, derivaban en insultos y descalificaciones; por lo regular, en el enfriamiento de las relaciones o de plano en el rompimiento, a veces definitivo, y hasta violento.
Las redes sociales –sería inaudito que el Presidente las siguiera llamando “benditas”- son ahora escenario de estas tremendas confrontaciones, verdaderas golpizas verbales de ida y vuelta. Y en las que menudean lo soez, lo vulgar, las descalificaciones, los recordatorios familiares. Y, con preocupante frecuencia, las amenazas.
El punto es que ahora los mexicanos nos ocupamos de la política, pero a partir de nuestras filias y fobias. O, más bien, solamente desde nuestras filias y fobias. Y así dejamos muy poco espacio al entendimiento, al diálogo y menos, desde luego, a la conciliación. Lo grave del problema es que cada día parece más claro que no es ésta la ruta por la que transita la democracia.
Es cierto que este país ha vivido más de siete décadas de regímenes básicamente corruptos y demagogos; sexenios de nuevos ricos e impunidades. Sexenios de agravios desde las cúpulas gubernamentales que, además de latrocinios, perpetraron asesinatos y desapariciones.
Durante todo ese tiempo se acumuló mucho resentimiento, mucho deseo de revancha. Y de venganza. El tiempo de ambas llegó con la Cuarta Transformación. Pero, entendamos: no significa que el gobierno las promueva. No hay una cacería contra los ahora opositores. Nada de eso. Pero a la ciudadanía se le deja hacer: no hay límite a las libertades; desde luego, tampoco a la libertad de expresión.
Ahora todos se dicen de todo.
Estamos en estos momentos como en inmensa catarsis en la que no sólo reclamamos o demandamos. También insultamos, mentimos, y humillamos. Y los demás hacen igual con nosotros. Y todo esto sin un gramo de consideración alguna: es decir, no importa si mentimos o falseamos lo que vamos a decir o a hacer. No importa si el blanco de nuestras afirmaciones es mujer, hombre, anciano o menor de edad, rico o pobre, de la ciudad o del campo; sólo importa que piense distinto que nosotros, porque entonces es el enemigo, el adversario, alguien a quien hay que callar, anular, denostar, avergonzar.
Aunque se incurra en las peores mentiras, en las peores bajezas.
Puede que esta deplorable etapa sea algún día superada, cuando nos llegue el momento de madurez ciudadana; cuando nos demos cuenta que los discursos de odio no nos llevan sino al auto exterminio; cuando entendamos que el ejercicio de los derechos, también conllevan el cumplimiento de obligaciones.
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